Historia de amor
Ciro Bianchi Ross • 29 de Enero del 2011 19:57:17 CDT
Esta historia tiene dos caras. Una, romántica, gusta a casi todo el
mundo. La otra, que gusta menos o no gusta nada, es dura y fría;
realista para decirlo en una sola palabra. En la cara amable, como en
toda buena historia, hay amor, ilusión, odio, frustración, muerte…
Alfonso de Borbón y Battenberg, primogénito de Alfonso XIII y Príncipe
de Asturias, perdidamente enamorado, contrae matrimonio con la cubana
Edelmira Sampedro Robato, una muchacha de Sagua La Grande. Esa
determinación hizo que su padre lo hiciera renunciar a la sucesión del
trono español. El amor había sido más fuerte que el interés y en
virtud de aquel matrimonio Alfonso no se ceñiría jamás la corona de
Carlos V.
Eso es lo que él dijo en sus memorias publicadas en La Habana. Pero
aquella boda sirvió de pretexto a Alfonso XIII, ya en el exilio, para
sacar a su hijo de la línea sucesoria. Aunque la monarquía había
dejado de existir el 14 de abril de 1931, no podía ser rey, si acaso
se restauraba, un hombre que a consecuencia de su hemofilia pasaba en
cama la mayor parte del tiempo. Por eso lo obligó a renunciar al
trono, como obligaría a hacerlo también a su segundo hijo, el infante
Jaime, sordomudo; interesado en traspasar los derechos sucesorios a
otro de sus hijos, don Juan, Conde de Barcelona, padre del actual rey
Juan Carlos.
Fueron decisiones crueles, pero acertadas. Alfonso, que proclamó
muchas veces en La Habana que continuaba considerándose el Príncipe de
Asturias y, por tanto, heredero del trono de San Fernando, había
asumido en verdad su destino adverso desde mucho tiempo antes. Se
consideraba un cenizo, esto es, un aguafiestas. Expresó una vez: «Ese
es mi sino. Yo soy el ser más involuntariamente inoportuno que existe.
Toda mi vida ha estado regida por esa estrella implacable de la
inoportunidad».
Su madre Victoria Eugenia, escogida como esposa por Alfonso XIII, pese
a las advertencias que en cuanto a su salud le hizo la reina de
Inglaterra, había llevado desde Londres la sangre envenenada al trono
de los Borbones, y esa herencia desangró a Alfonso durante toda su
vida, hasta el final. El hombre que creció en uno de los mejores
palacios reales de Europa, murió como un perro en una sala desangelada
del hospital general de Miami después de haber arrastrado por Cuba y
Estados Unidos una existencia de príncipe mendigo.
A primera vista
Fue un amor a primera vista el del Príncipe y Edelmira Sampedro. Se
vieron una noche en un cinematógrafo de la ciudad suiza de Lausana y
se enamoraron. Otro encuentro fortuito los reuniría de nuevo 15 días
más tarde. Él no había dejado de buscar a Edelmira por toda la ciudad,
y ella, por su parte, había comentado con el Duque de Almodóvar la
impresión que le causara el joven alto, rubio y de ojos azules que
viera durante un momento en el vestíbulo de aquella sala
cinematográfica.
Pero así como comenzó el amor, así terminó. ¿Terminó? Ya divorciados y
a punto de casarse con otra cubana, Alfonso evoca a Edelmira sin
nombrarla, en una entrevista que en Nueva York concede a la revista
Bohemia. Cuando él muere, a los 31 años de edad, en 1938, como
consecuencia de un accidente de carretera, solo hubo en su tumba una
corona de flores, la de Edelmira. Ella jamás volvió a contraer
matrimonio, y ya bien entrada la década de los 70 todavía aparecía en
las guías sociales de la Florida, donde se instalara en 1959, con el
título de Condesa de Covadonga.
Ningún miembro de la Casa Real asistió al enlace de Alfonso y Edelmira
en la mañana clara y luminosa del 21 de junio de 1933. Las numerosas
invitaciones que el Príncipe cursó a sus amigos y conocidos fueron
devueltas «con sentimiento». Salvo el Duque de Almodóvar, Grande de
España, ningún español de su clase se atrevió a asistir al matrimonio
del que tres días antes, privado de su condición de Príncipe de
Asturias, era el Conde de Covadonga, un noble de sangre real, pero sin
ningún derecho al trono.
Bien pronto comenzaron las quejas de Edelmira. Quería una vida social
más activa y se horrorizaba cada vez que Alfonso hablaba de su
intención de buscar empleo. Sus celos, irracionales, erosionaban la
relación. Y algo peor: pese a haber sido advertida de antemano, temía
a la enfermedad de su marido. Las peleas se hacían cada vez más
frecuentes, pero cuando la tormenta pasaba, el amor volvía,
apasionado.
—Si tú siguieras siendo el Príncipe heredero, nuestra posición sería
otra, aunque no estuviésemos casados. ¿Qué somos ahora? Nadie…
Y Alfonso, aunque molesto, a veces coincidía con ella. Pero había
tomado su vida con filosofía y aun con sentido del humor. ¿De qué
valía ser Príncipe heredero de un trono que ya no existía? Por otra
parte, a lo largo de su vida había tenido que soportar tal cantidad de
transfusiones sanguíneas, que muy poco de sangre real debía quedar ya
en sus venas.
En Cuba
Aún así, trató de reconciliarse con el Rey. Fue inútil. La reina
Victoria Eugenia, que sirvió de intermediaria, le comunicó que Alfonso
XIII no podía reconciliarse con él ni aceptar a Edelmira, una plebeya.
Cuando Edelmira supo la respuesta, estalló en cólera. Sobrevino la
reconciliación, pareció volver la serenidad, pero las peleas de
Edelmira empezaron a hacerse habituales y un día volvió a La Habana.
Desde aquí, sin embargo, escribió al Príncipe, arrepentida. Decidieron
encontrarse en Nueva York y desde allí viajaron a la Isla. Pero ya el
matrimonio estaba virtualmente muerto.
La estancia de la pareja en la Isla fue todo un suceso. El presidente
Carlos Mendieta los recibió en el Palacio Presidencial. Los rotarios
los agasajaron en uno de sus almuerzos habituales en el hotel Plaza, y
hubo un sonado coctel en su honor en la barra Bacardí, en el edificio
del mismo nombre. Acudió el Príncipe a la casa de salud Covadonga y al
Centro Asturiano. No rechazó ciertas invitaciones, como la de la
Marquesa de Hierro, pero dejó con un palmo de narices a la
aristocracia habanera que quiso acapararlo. Pidió a todos que no le
dieran trato de príncipe ni de conde, que le llamaran simplemente
Alfonso, y rodeado de gente tan joven como él se le vio en el
hipódromo y en el balneario de La Concha, en clubes, cines y
restaurantes.
Lo asedió la prensa, pero los reporteros no pudieron sacarle ni una
sola declaración política. En privado habló hasta por los codos. «Yo
nací Príncipe de Asturias y Príncipe de Asturias sigo siendo… Mi padre
sostiene que al contraer matrimonio renuncié automáticamente a todos
mis derechos. Yo no lo creo así, pero estoy seguro de que jamás seré
rey.
En La Habana aprendió Alfonso a degustar el daiquirí, y se aficionó a
los cigarrillos cubanos. Fue amigo del compositor Eliseo Grenet. Se
conserva una nota del Príncipe fechada en Nueva York, el 20 de agosto
de 1936. Alfonso sufre la crisis de hemofilia más grave que ha
conocido en su vida. Parecía que iba a morir cuando recibió una
tarjeta de Grenet invitándolo a un concierto que ofrecería en un
teatro de la ciudad. A Alfonso le resultaba imposible asistir, pero
como la radio transmitiría el espectáculo, pidió un receptor para
escucharlo.
Dice la nota, con letra vacilante: «Eliseo queridísimo: En mi cama de
enfermo tu música cubanísima hizo vibrar mi espíritu y me sentí vivo
de nuevo. Vivan Cuba y su música. Alfonso de Borbón».
En la ya aludida entrevista de Bohemia diría al reportero: «Yo no
sabría explicarle a usted lo que en verdad sentí en aquel momento (del
concierto), pero con mis nervios hasta entonces en derrota, vibró mi
espíritu saturado de cubanismo, en un anhelo vehementísimo de
movimiento, de vitalidad tropical, ¡de cumbancha!».
Precisa Alfonso en la entrevista: «Postrado como estaba, sumido en un
sueño que cierra los ojos en lo hondo del espíritu… yo me sabía…
perdido en las noches incomparablemente estrelladas de Cuba, carretera
adelante, camino de Matanzas. Era como un sueño en el que las imágenes
no toman forma porque estaba lleno de recuerdos».
El periodista colige que detrás de esos recuerdos del Príncipe hay una
mujer que Alfonso no menciona: Edelmira Sampedro.
—¿De veras ama usted tanto a Cuba? —inquiere el entrevistador.
—Tanto, que me casé con una cubana y me voy a casar con otra —responde
el Príncipe.
Ultimátum del Rey
El autor de esta página piensa que Edelmira Sampedro se casó con
Alfonso por amor. No fue una mujer interesada; sí preocupada en exceso
por su futuro.
Las fotos de Edelmira que se conservan la muestran como una mujer
bonita, de reducida estatura y voluptuosamente formada, de ojos y pelo
negros. Sus rasgos, decía Alfonso, estaban nítidamente cortados como
los de una moneda recién estampada. Entre esas fotos hay una, de
grupo, captada en el aeropuerto de La Habana. La familia Sampedro
acude a despedir al Príncipe, que regresa a Nueva York. Todos sonríen
menos Alfonso, que porta dos bastones y mira ausente y melancólico a
un punto indeterminado, y Edelmira, triste y cabizbaja. Es el fin. En
Nueva York, Alfonso pedirá la anulación del matrimonio, y ella, en La
Habana, el divorcio.
Edelmira acusó al Príncipe de tener otra mujer. Él lo negó. Lo cierto
es que ya para esa fecha se veía con Martha Rocafort Altuzarra, con la
que no tardaría en casarse en la capital cubana. Federico Laredo Bru,
presidente de la República, fue el padrino de la boda. Es el mes de
julio de 1937. Martha Rocafort solicitará el divorcio en septiembre.
Antes, la familia real trató de impedir la separación de Alfonso y
Edelmira. La reina Victoria Eugenia se trasladó a Nueva York, donde,
en el Hospital Presbiteriano, el Príncipe convalecía de su enfermedad,
y le pidió que no se divorciara. El rey estaba muy molesto por su
relación con Martha. Debía volver a Europa con los suyos, aunque sin
Edelmira. «Si no obedeces —advirtió la reina—, se te suprimirá lo que
queda de tu mesada».
Martha quiso ser actriz y trabajó en Nueva York como modelo. Tenía
casi seis pies de estatura, y el cabello y los ojos oscuros y más que
bella, dicen los que la conocieron, era sumamente atractiva. Su padre
era un dentista bien establecido en La Habana.
¿Movió a Martha Rocafort el amor o el interés en su matrimonio con
Alfonso? Su prima Nélida Altuzarra comentó a este escribidor que se
inclina más por lo segundo. Y de una opinión más o menos similar fue
Zenobia Camprubí, la esposa del poeta español Juan Ramón Jiménez,
quien desde su habitación del Hotel Victoria, en el Vedado, siguió las
peripecias de esa relación. «Ojalá sean felices —escribió ella en su
diario—, pero parece un matrimonio de conveniencia». Amor, interés o
conveniencia, el matrimonio, como ya se dijo, duró muy poco. Martha se
negó a soportar las crisis alcohólicas del Príncipe, que
desencadenaban lo peor de su carácter y lo llevaban a crudas
agresiones verbales y a la violencia física.
Final
En una noche del mes de septiembre de 1938, Alfonso de Borbón y
Battenberg, acompañado por la «alegre» Mildred, cigarrera de un
cabaret, circula en automóvil por una carretera de Miami. Conduce
ella, que da un corte brusco con el fin de evitar el choque con un
camión que se les viene encima. El coche en que viajan se impacta
contra un poste del telégrafo.
Ella resulta ilesa, pero el Príncipe tiene una pierna hecha añicos.
Corre la sangre de Alfonso gota a gota. Trasladado al hospital, morirá
tranquilo, llamando con insistencia a su madre y a su padre.
En sus memorias, publicadas en la revista Carteles, Alfonso hace,
sobre todo, el recuento de su relación con Edelmira. Expone los hechos
y cuenta la ruptura matrimonial desde su punto de vista. No le
reprocha nada; no la condena. Dice simplemente que él pagó en
«desilusión fría y dura aquellos amores».
Veinte años después de la muerte de Alfonso, en 1958, Edelmira
Sampedro Robato, Condesa de Covadonga, asistió de rodillas, en el
aeropuerto de Miami, a la repatriación a España de los restos de su ex
marido.
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Ciro Bianchi Ross
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miércoles, febrero 02, 2011
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