lunes, junio 21, 2010

MEMORIAS DE SARAMAGO

PUBLICADO POR LA MANO AMIGA
LEONIDES PENTON
sábado, junio 19
Memorias de Saramago

Tomado de Herejías y Caipirinhas.
Con previo permiso del autor.
1.
Hace algún tiempo me preguntaron cuando fue que conocí a José Saramago. Mi respuesta sigue siendo la misma y este viernes por la mañana cuando un SMS de mi amigo Omero Ciai me despertó, desde la lejana Roma, con la noticia de su muerte, me volvió a retumbar en la memoria: “Fue al revés, él me conoció a mi primero en la barriga de mi madre”.
Saramago era entonces tratado en la familia por “Zé”, como siempre lo fue por lo demás, con ese diminutivo cariñoso, familiar y muy portugués de, “José”. Fue alguien que siempre estuvo presente allí desde que tengo uso de razón, física y espiritualmente y que Patrocinia, a la sazón empleada en la casa de mis padres, acostumbraba a decir que era un “bibelot” de la casa, tal era la cantidad de veces que lo acostumbrábamos a descubrir sentado en uno de los sillones del salón principal, con un café y un vaso de agua al alcance de la mano.
Mi hermano y yo ya estábamos tan acostumbrados a su presencia al regresar de la escuela los fines de tarde, que para nosotros lo más natural era que “Zé” tocara a la puerta, entrara sin decir nada, pidiera un café y se enroscara en el sillón con un montón de papeles en la mano cuyo contenido parecía corregir con una imponente pluma de fuente, un objeto que se distinguía por encima de su modesta forma de vestir.
Horas después, cuando la cena estaba ya servida y mi padre llegaba de un ensayo y se aprestaba a partir hacia el teatro, ambos se entretenían en unos conciliábulos muy particulares donde discutían en alta voz sus diferencias – las que puede haber entre dos intelectuales altaneros, porque ambos siempre fueron muy altaneros – con un afán de arreglar el mundo que a nosotros los niños nos maravillaba, entre otras razones, porque cuando esos dos seres discutían nadie más tenia derecho a la palabra. Allí la democracia no existía.
José era entonces, si mal no recuerdo, un empleado público y traductor en sus tiempos libres, casi siempre de filósofos griegos o romanos, uno que otro autor británico o francés, pero con aspiraciones literarias de obras mayores y preocupado por encima de todo en convencer al mundo (y por carambola a nosotros) que tenia un porvenir en el cual muy pocos apostaban en esa época en una Lisboa fascista y provinciana.
En esas conversaciones había mucho de futuro. Se hablaba de “hombres nuevos” y “viejos dictadores” en un ambiente seductor que, a la posteriori o en el momento del postre, siempre dejaba un sabor agridulce cuando chocaban con la realidad política oscura que entonces los rodeaba.
Fue en una de esas conversaciones, no en la cena sino en su prolongación en el carro de mi padre, que José me enseño que es la muerte.
Resulta que en mi familia paterna existe una leyenda, hasta entonces desconocida para mi, según la cual una generación si y otra no, el primogénito muere antes de los 30 años. Como mi padre estaba vivo, y el suyo se murió a los 27 años exiliado en Angola, por esas cuestiones de la vida, el próximo me tocaba a mi.
Sin duda sin darse cuenta en ese momento del alcance de sus palabras mi padre, mientras manejaba por la avenida 24 de julio frente a las instalaciones de la antigua Feria de Exposiciones, le contaba a Saramago sobre ese karma familiar y José le contestó: “¿Me dices que él está condenado?”.
‘Él’, era yo.
A los 9 años de edad, sentado en la parte de atrás del coche, junto a José y su esposa de entonces, la poetisa Isabel da Nóbrega, – la única mujer que yo conozco que cree píamente que el Papa Juan Pablo I fue asesinado, a punto de escribir sobre el tema – recuerdo haberme atemorizado de que mis perspectivas futuras no eran las mejores de creer en los ancianos de la tribu.
Mi padre se dio cuenta de la ‘gafe’ y disparó: “No digas eso que mi hijo está presente aquí”. Fue cuando Saramago me espetó: “Pero Rui, tú no crees en eso, ¿verdad?”.
De entrada no supe que decirle. Algo debo haber contestado, aunque los que me conocen saben que mis silencios suelen ser una respuesta. Lo que si recuerdo fue que José agregó: “Tu no vas a creer en eso, porque la muerte no existe sino en la imaginación de la gente. Es algo natural”.
Lo miré. Nadie nunca me había hablado así pero me hizo bien. Seis meses antes la había enfrentado, con miedo y sin entenderla, cuando murió mi amigo Daniel, compañero de la primaria en el Colegio Inglés, victima de cáncer, si bien recuerdo. Fue el primer muerto que me tocó en vida. Mis padres no lo sabían. Se enteraron meses después.
La frase de José me ha acompañado todos estos 50 años y me resolvió, a temprana edad, uno de los dilemas existenciales de cualquier ser humano. La muerte es algo natural.
Aun así acabé, por Él, con el karma de la familia.
2.
El 25 de abril de 1974, el día en que los militares salieron a la calle por segunda vez en el siglo 20 portugués, se desencadenó uno de los procesos políticos más seductores que me han tocado en vida. Las balas fueron sustituidas por claveles, el fascismo se vino abajo antes del almuerzo y esa noche todos nos fuimos a la cama viviendo ya en democracia. Rápido, barato y bonito.
El proceso se radicalizó y en lo que a mi me toca una cosa sucedió: el cambio político y la nueva sociedad me atraparon con 14 años cuando estaba decidiendo que hacer con mi vida, porque en esa época los estudios no eran santos de mi devoción y la revolución en la calle era más atractiva.
Rebelde, inconformista y, hasta cierto punto, anárquico, para mi la democracia me abrió las puertas de una aventura que dura hasta hoy: el periodismo. Me di cuenta que sin censura podía hacer las cosas que me gustaban y en la forma en que quería. Y, además, cabía la agradable posibilidad de que me pagaran por ello.
La sociedad se adaptaba entonces a nuevas reglas, diseños y filosofías y la oportunidad de dejar su realidad plasmada para la posteridad era algo lo suficientemente atractivo para que comenzara a fotografiarla. Así comenzó mi carrera, detrás de la cámara.
Pero de fotografiar a publicar va una distancia muy larga y la democracia tiene esos defectos de que, sin ayuda, no vas lejos sin un padrino. Los padrinos son, ante todo, las llaves de los cofres del desarrollo profesional y José tenia la llave maestra.
Fue nombrado por el poder revolucionario emergente como subdirector del Diário de Notícias, ese monstruo del periodismo lusitano que ha logrado sobrevivir más de una centuria ejerciendo la filosofía de que siempre está a favor del gobierno aunque el gobierno cambie. Y José estaba a favor del gobierno.
Fui a verlo a su oficina sin decirlo a mis padres y él fue muy claro conmigo. “Aquí la censura no existe, pero hay que estar al lado de la revolución”, me dijo. Y, para ‘estar al lado de la revolución’ tenia que aportar fotos ‘revolucionarias’. Mi trabajo no le gustó pero me tenia aprecio. Por eso fue sincero.
“Eres joven, tu generación viene después. Ahora estudia, espera un par de años. Y no me odies, pero por respeto a tu padre te lo digo”. Ellos eran muy amigos y creo que lo entendí. De hecho, ahora que José ha muerto me alegra que mi padre no esté vivo porque sé que si tuviera que ver la muerte de su amigo Saramago, iba a sufrir mucho.
Fue un buen consejo, porque como José siempre fue un ‘bibelot’ de la casa, sabia que mi rebeldía no aguantaba una disciplina militante ya que a mi me gustaba registrar los abusos del régimen emergente, y él no lo podía permitir. Muchos años después cuando lo fotografié en La Habana me recordó el episodio y yo le agradecí ese saludable frenazo que dio a mi carrera.
(Un paréntesis: a mi con el escritor Saramago me pasa lo mismo que con Ernest Hemingway, me gusta más su periodismo que sus novelas).
Pero al mismo tiempo, al empujarme hacia una independencia necesaria en una carrera obligatoriamente desprovista de compromisos, si quiere ser exitosa, me abrió los ojos, aunque eso fuera en contra de su filosofía. Comprendí cuán generoso y despendido era y fue, José Saramago. Desde entonces he sido libre.
3.
En octubre de 1983 leí por primera vez con seriedad a José Saramago. Tras un almuerzo largo y tendido en La Habana, cuyos detalles quedan para mejor oportunidad, me regaló una de sus mejores obras, la tercera edición de “Memorial do Convento”. Al día siguiente se divirtió muchísimo cuando le dije que había leído los primeros capítulos y, antes de dormirme, había quedado en el momento en que el rey carga a la reina hacia a la cama. “Te falta mucho, no te digo más nada”, sostuvo, alzando las cejas por encima de los espejuelos.
Recuerdo que le pregunté por qué obviaba la gramática y tiraba a mierda las reglas de puntuación, se olvidaba de los párrafos y los diálogos y me contestó que es así como la mente humana lee un libro. “Los diálogos no tienen voz, es tu propia voz igual para todos los personajes. En la mente la gente lee todo el texto corrido. ¿Por qué yo tengo que establecer la diferencia?”. Para mi eso fue un hallazgo.
Muchos de mis editores no entienden que mi malo español escrito se debe a esa regla que, sin querer – me doy cuenta ahora – he tomado de Él. No lo hice a propósito. Creo que está en la génesis. Es que en el fondo lo que “Zé” me enseñó es que una historia se cuenta como le sale a uno y el lenguaje se escribe como la gente lo habla y lo siente. No como la academia nos impone.
Y Él encontró la mejor respuesta para los incrédulos burócratas de la palabra. “Lo importante es que la gente te entienda”, con la misma naturalidad con que los portugueses descubrieron el camino marítimo hacia la India. Todos debemos entendernos a como dé lugar. Fue su mensaje apremiante.
Por eso no tuve ningún reparo hace algunos años, cuando un crítico pendenciero de la obra de Saramago me preguntó, no sin cierto desprecio, si José por su opción literaria, “¿será mago?”.
“No, no es mago, es Nobel”.

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