martes, abril 06, 2010

EL CONDE DEL GUACHARO

DOUGLAS BOLIVAR

El Conde del Guácharo (quien usa la fachada legal de Benjamín Rausseo para ejercer su faceta capitalista) comparte con sus superiores (los humoristas) un rasgo distintivo: fuera de acción permanecen siempre con lo que la guasa criolla denomina una cara e’ culo. Para ser justos, Er Conde ni siquiera pertenece a un estadio supuestamente inferior: cómico. Er Conde es algo más infinito: un jodedor arquetipo de la venezolanidad, y viene a ser a la joda lo que Chávez a la política: alguien que nos encarna al pelo, al que nos parecemos mucho y en quien nos reconocemos sin mayor esfuerzo y, por contrario, cagaos de la risa. No es un hecho fortuito el que Er Conde comience indefectiblemente todos sus espectáculos con un grito de guerra: ¡Buenas noches, cuerda e’ jodedores! La estampilla venezolanista de Er Conde tiene en Carlos Sicilia al constructor de otra variante: Er Conde como el sociólogo más vergatario del país, una exégesis de indudable factura sicialiana (hasta por lo mafioso).

Esta teoría de Er Conde como arquetipo de la jodedera me pertenece y la construí con liviandad en estos días de Semana Santa, cuando aterricé en Valle de La Pascua para renovar la fe y hacer mis cultos gentilicios. Andaba de casa en casa “gorreándole” el café a los vecinos y comiendo el celestial dulce de lechosa que prepara la negra Machuca, además de fagocitar los singulares tentempié que prepara mi primo Jean Carlos en plaza Kúo, cuando los muchachos me informan que Er Conde ha hecho escala en nuestra amada y nunca bien ponderada ciudad en su ruta a Margarita (la cábala lo ha hecho prescindir de su avión privado después de que cierta vez hace unos años su aeronave se desmamonara salvándose milagrosamente).

En el hotel San Marcos (una vaina así como un hotel Tamanaco a escala) pasó una noche, donde se formó una espontánea cumbre de mamadores de gallo, que no era inédita, pues los orígenes de este tipo de congregaciones se remontaban a los primeros y deprimidos (y deprimentes) años de la década del 90, cuando en nuestro pueblo le sacamos las castañas del fuego al pobre Er Conde, quien atravesaba una pantanosa crisis de creatividad, tan clásica en los creadores (ah verga, Er Conde se presumía un creador). En rigor no lo era, no lo es y probablemente no le interese serlo. Era, es y seguramente querrá seguir siendo un producto al que consumen por igual tirios y troyanos, de ahí la descomunal ganancia que producen sus tantas recetas, algunas de las cuales –dicho sea de paso, para ir aterrizando mis propósitos- fueron, son y quién sabe si irán a tener el sello made in Valle de La Pascua.




En esos descorazonadores años uno y dos A.C. (ante de Caldera II), yo había integrado a la patota del barrio a Antonio Hernández, un carupanero al que la peste del hambre de su terruño había hecho montar una vez en cualquier autobús que lo llevara a cualquier otra parte donde hubiera una mínima promesa de un mejor paisaje. Un torcida del destino lo montó en una de las lujosas unidades de Autobuses La Pascua (totalmente de tablas acolchadas en su interior), en la cual apenas cruzaría Guárico con tránsito quién sabe si Maracay, Valencia o la mismísima Caracas.

El confortable autobús – por tratarse de su ciudad fundacional- hacía parada en La Pascua, donde aquella noche los pasajeros debieron hacer trasbordo porque se había dañado la unidad. Antonio tuvo que dormir en el terminal de pasajeros porque el nuevo colector se empeñó en que le mostrara el pasaje.

Una sagacidad monstruosa para conectarse con la gente lo retuvo momentáneamente en uno de los tarantines del terminal, donde la darían comida y hospedaje en el piso a cambio de atender a los clientes, lavar los platos y barrer el recinto. Poco a poco fue internándose en la ciudad, hasta que arribó a un restaurante que por entonces operaba en una de las esquina de la plaza Bolívar, donde hacía exactamente lo mismo, sólo que ahora con una mejora sustancial: podía quedarse con la propinas, una ventaja que Jesús Cabezas –protervo personaje esencial del criollismo, que nuca faltan en toda historia que se respete- le restregaba para retenerlo, pues era evidente que un esclavo con tan altísimo rendimiento no se conseguía así nada más. Cabezas, viendo lo avispado que era el mozalbete, intentó alistarlo en su escuela de boxeo, con la esperanza de convertirlo en el sucesor bien de Pantoño Oronó o Esparragoza (ambos paisanos orientales de Antonio). La astucia del tarajallo lo espantó rápido de aquella nueva emboscada de la vida. Luego reventó como vendedor puerta a puerta de purificadores Pasteur (donde yo lo conocí), actividad en la que descollaría gracias a una locuacidad y optimismo a prueba de esos entristecidos primeros años.

De mi mano llegó a las reuniones de vagos que se levantaban todos los días a cualquier hora en la cima que se forma en el cruce entre las calles Paraíso y la 19 de Abril, también conocido como El Cerro, por ser la parte más alta de la ciudad, esto será unos 30 metros por encima del nivel del mar. No le costó mucho integrarse a la pandilla de mamadores de gallo que liderizaban Enzo (alias Negro Azul o Belcebú) y Ramón Blanco, de quien me apresto a decir su mote so riesgo de que no sea reconocido en este relato: alias Curtío (me abstengo de entrar en detalles).

Terciábamos todos, pero cuando Enzo y Curtío estaban entonados, la tierra temblaba, aquello era un festival del más grueso calibre de descarnada “tomadera de pelo”. De aquellas sampableras Antonio se hizo partícipe, pero cada vez más de forma pasiva, porque sus referencias personales no hallaban suficiente eco ni relación. Ambos asumimos espontáneamente y sin pensarlo el rol de relatores y cronistas de aquellos contrapunteos (para entonces yo ni siquiera sabía que el periodismo se podía estudiar en la universidad).

Concluidas las faenillas, Antonio y aquí el suscrito nos sentábamos a seleccionar lo mejor de los encuentros y a dejar registro para la posteridad, cosa que hacíamos en octavillas escritas a mano y que luego leíamos a voz en cuello en la siguiente reunión, lo que servía como combustible para el arranque de ese día.

Nuestras octavillas alguna trascendencia tuvieron. En El Cerro se hacía la más concurrida y ocurrente quema de Judas. Los Paleta (denominación general con la que todos nos referíamos a todos los integrantes de la familia Paleta, cuya casa se ubicaba en la altura máxima) todos los años hacen un muñeco y lo ponen a la vera de la calle, donde los vallespascuenses se detenían a hacer entusiastas diezmos para contribuir con las tradiciones parroquiales y con la cirrosis de nuestros panas Los Paletas.

El domingo de Semana Santa el pobre Judas ardía… previa lectura de un testamento que dejaba a cada vecinos uno de sus bienes, siempre entregado en versos rimosos que leía Aquiles Herrera y que en un tiempo fue creación colectiva, principalmente de Miguel Herrera (fallecido una tarde que volcó cuando regresaba de pescar deliciosas y nutritivas guabinas) y del propio Aquiles, quien habiendo sido víctima de una crisis de creatividad (o en todo caso de dedicarse a repetir los mismos giros de años pasados) y no estando ya en vida Miguel, empezó a causar bostezos en la colectividad, que se concentraba ansiosa a escuchar la lectura del testamento. A Víctor Mascaclavos siempre lo reventaban por su afición a bañarse una vez al mes, aunque él tenía una explicación toda científica para, más bien, predicarnos a los crédulos que el agua contenía unos iones que desgastaban el cuerpo y lo envejecían prematuramente.

Entonces ocurrió que de forma natural (y asomándose ya una nueva generación de adultos en la barriada) nuestras octavillas sirviesen como base para las venideras quemas… luego nuestras octavillas cobrarían versiones radiales con libretos censurados para no escandalizar las sanas costumbres e irreductible moral cristiana de la ciudad. Todo ello hasta que huimos a ver si estudiábamos algo y aquello quedó convertido en historia (o en polvo cósmico, según se lea).

Pero antes de que ocurriera el interludio en el que acabo de ocurrir, Enzo había inventado un género de la comicidad y con el que Antonio había de socorrer a Er Conde en desgracia. Implacable en extremo, Enzo detectó que hacer leña de sus propias hermanas y de sus padres desternillaba a la concurrencia. Por ejemplo, de su hermana Ana (a quien tildaba de haber sido poco agraciada por la obra de Dios, cosa que no viene al caso suscribir o negar) solía hilvanar despiadadas construcciones: “Cuando Ana era chiquita era tan pero tan fea, que la encerraban en una habitación y le mandaban el tetero en una patineta”.

O: “Cuando Ana era chiquita era tan pero tan fea, que en lugar de una andadera la metían en un hueco en la tierra y le echaban agua para que resbalara y aprendiera a caminar”. Los estruendos de esta misma escena sobrevenían cuando Enzo contaba que cuando Ana tenía meses de nacida y lloraba de hambre, su mamá Pura le preparaba y el tetero y le decía al papá (Chicho) que se lo llevara al cuarto, a lo que el protector proponía: “La pinga, vamos los dos”.

Er Conde tiene contratados varios equipos de dialoguistas o recolectores de chistes que le entregan para que él adapte y entonces vaya y se entarime y los cuente como si se le acabaran de ocurrir a él (qué ocurrente este Conde, chico). Tiene caza chistes en las distintas regiones del país para adaptarse a cualquier localidad.

En aquellos ya referidos entristecidos primeros años de los 90, fue a presentar un show a Valle de La Pascua (cosa que hacía y sigue haciendo unas dos o tres veces por año). Antonio lo conocía y él conocía a Antonio, de modo que lo fuimos a saludar una de las ocasiones que visitó la ciudad en aquella grisácea temporada. Entraron en rápida camaradería y enseguida empezamos a sorber tragos sobre las rocas, lo que distendió la cháchara y la robustez emocional de Er Conde, quien terminó confesándole a su paisano que andaba atravesando una crisis pavorosa de creatividad tanto sus equipos como él mismo, que ya estaba cansado de darle la vuelta a los chistes de los últimos años y que ya comenzaba a recibir rechiflas, que el público se estaba volviendo más exigente incluso agresivo, amén de que la crisis eran tan profunda que cada vez la gente se permitía menos el lujo de irlo a escuchar, y tal y tal.

Antonio le habló de los congresos cotidianos del cruce entre la Paraíso y la 19 de Abril, y le comentó de nuestras funciones de cronistas y de nuestras humildes octavillas.

Ni güevón que fuera, Er Conde se devoró el histórico de nuestras octavillas y se cagaba de la risa, especialmente lo referido a los padecimientos de Ana en su más tierna edad. Celebraba a carcajada batiente cuando le decíamos que el creador de aquellas parodias era el hermano auténtico de la sufrida Ana.

Nos puso a Antonio y a mí a redactarle una versión corta para el show de aquella misma noche. Desde entonces Er Conde empezó a despellejar a sus inventadas hermanas, a quienes pintaba como prostitutas y cosas peores. Esto le sirvió para hilar hasta su propia madre… había topado con el invento de Enzo, el nuevo género de la comicidad de reírse de su más sentida parentela, cosa que por aquella curva de la historia nacional nadie había osado. Al asegurar que se trata de un invento de Enzo, debo necesariamente explicarlo: para esos primeros años de los 90 en este país no se conocía el oficio de humorista (tal como lo conocemos hoy, que no hayan qué hacer con tanto billetes y eso que todavía no descubren el manantial de Manuel Rosales), era prácticamente un país aburridazo que se salvaba por la jerga callejera. Con decir que Joselo -que apenas guturaba y con eso se ganaba al país (qué paisito, mi llave)- era la estrella rutilante de la risa. Coño, en este país sólo se contaban chistes de Jaimito, a mí no me vengan con tontadas, reconózcanle su vaina al Enzo.

Durante cosa de un año, Enzo, Antonio y yo estuvimos adaptando las octavillas para los espectáculos de Er Conde cuando Er Conde nos descubrió, hasta que nos hartamos porque la paga no llegaba o llegaba muy magra, sospechando luego Enzo y este servidor de ustedes que Antonio había descubierto, por su parte, la vieja técnica de la explotación del hombre por el hombre. Evocando todo esto y al influjo del aguardiente, Er Conde se reventaba de la risa la noche reciente que acabo de referirles.






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