José Martí
Por: Fernando Martínez Heredia
17 de Julio, 2007
Cubarte.- Era un muchacho habanero de quince años, blanco pero hijo de dos inmigrantes pobres, el único varón entre seis hermanos. Un buen maestro le apreció sus incipientes cualidades intelectuales y su deseo de saber, y le facilitó continuar estudios. Ese fue el inicio del cambio de su destino: en vez del mostrador de una bodega, la escuela secundaria.
Su país era hermoso y bestial. Desde hacía ochenta años molía sin cesar el trabajo y las vidas de cientos de miles de esclavos africanos. Palacios, pensadores, quitrines, contradanzas, hermosas señoritas, espléndidos varones, vivían sobre un mar de crimen y de iniquidades. El niño habanero era muy sensible, más allá de las vivencias familiares, y en una excursión con su padre se topó con la máxima expresión de resistencia humana de los más humildes: el suicidio. Treinta años después, ya dueño de su idioma, sintetizó en un poema el horror de la esclavitud en Cuba, la destrucción de la condición humana, inmortalizó aquel oscuro sacrificio y dio cuenta de la marca que dejó en él: “¡Un niño lo vio: tembló / de pasión por los que gimen: / y, al pie del muerto, juró / lavar con su vida el crimen!”.
Aquel año de sus quince el pueblo del este del país se levantó contra el poder colonial. El pichón de isleña creció bruscamente, y utilizó un arma a su alcance, los endecasílabos: “No es un sueño, es verdad: grito de guerra / lanza el cubano pueblo, enfurecido…” Con su poema de adolescente participaba así en el bautizo del nuevo gentilicio. Quizás ya conocía la letra de la marcha guerrera del bayamés, de música un tanto mozartiana, que había confirmado a la recién nacida entre la sangre y el humo del incendio: “que morir por la patria es vivir”.
El joven criollo asumió el mandato de aquel verso, y se volvió cubano. Entonces vinieron la hoja subversiva y la poesía militante, el ardor patriótico y la policía. Fue preso en noviembre de 1869, más por su actitud rebelde que por cometer un delito. Sometido a la jurisdicción militar, la alta marea represiva y la modesta condición social del acusado se reunieron: fue condenado a seis años de trabajos forzados. Quince meses después de aquella poesía anúteba con la que había cantado al Diez de Octubre, José Julián Martí Pérez dio el paso decisivo del compromiso con la revolución, poner su cuerpo en ella. Y escribió otros versos, ahora más complejos en la forma, pero sobre todo cargados de contenido humano, versos que traían juntos al dolor y el amor, la entrega a la causa y la visión de su propio futuro:
“En ti encerré mis horas de alegría / y de amargo dolor; / permite al menos que en tus horas deje / mi alma con mi adiós. / Voy a una casa inmensa en que me han dicho / que es la vida expirar. / La patria allí me lleva. Por la patria, / morir es gozar más.”
Todas las rebeldías juveniles son hermosas, aunque muchas resultan efímeras. Pero la del joven sujeto al grillete en las canteras, junto a la gente pobre e inerme de Cuba, apenas comenzaba. En los veinticinco años que viviría después de este 1870 tuvo que optar muchas veces entre seguir siendo rebelde o dejar de serlo. Aprendió que no siempre la disyuntiva es tan clara como cuando uno afirma “O Yara o Madrid”, y que la rebeldía está obligada a ser lúcida y tajante, creativa y tenaz, consecuente y hábil, sagaz, tierna y heroica. Martí optó por la abnegación, la voluntad inquebrantable, la constancia y la entrega, la vida en el exilio permanente, en la pobreza material del que renunció a ser un abogado de éxito, un escritor de fama bien pagada, un próspero y culto padre de familia. Optó por no sustituir en su casa la función del padre trabajador y no ser el sostén que la madre y las hermanas esperaban del hijo varón tan prometedor, y asumió el dolor de quedar separado de su pequeño hijo por una decisión que debió ser, sin duda, desgarradora.
El deber es una de las expresiones que más encontramos en sus escritos, en reflexiones, discursos, poemas, cartas; en consejos que brinda, en polémicas, en juicios acerca de otros y de sí mismo. Es el norte en su brújula más personal, como es la creación de la patria cubana el norte de toda su actuación pública. Y como se penetran una y otra esfera en su vida, y tienden a unificarse, así en su proyecto se articularán el deber individual y el del cuerpo social puesto en movimiento, y el deber de Cuba en América se manifestará. La política revolucionaria es el centro de la actuación pública de Martí, una política que no pretende venir a gobernar la vida de la gente, ni siquiera por estar segura de que tiene la misión de salvarla. Su labor es enseñar a los cubanos a servirse de la política para hacerse dueños de sus vidas y crear su país. La ética, entonces, no se conforma con proveer reglas para guiar la conducta de cada uno; se enlaza firmemente con la política revolucionaria y sirve como fiscalizador y juez de sus principios y sus acciones, como acicate de sus creaciones y su vigor. A la vez, la ética garantiza la eficiencia de esa política, aunque sin pretender despojarla de su especificidad.
Dura labor la de Martí, que portaba todas esas cualidades por las cuales le llamaron apóstol en vida, y que se dedicó a echar las bases del futuro. Para reunir los individuos en una escala capaz de modificar el resultado esperable después del Zanjón, que no pasaría de ser una modernización de la dominación, se vio en la necesidad de congeniar las virtudes y los méritos de sus paisanos con las confusiones, ambiciones, torpezas, los intereses mezquinos y el miedo a los cambios. Para darle continuidad a la revolución de Yara tuvo que preparar una revolución diferente a aquella; para unir a los viejos y a los jóvenes entre sí, y unos con otros en la revolución, se vio obligado a tejer con paciencia infinita una red de coordinaciones y de voluntades, y un partido político nuevo, y a ser el jefe de todos. Debió mover a los inertes y atajar a los imprudentes, darse a los humildes y atraer a todos los demás que pudiera, negar las razas y combatir la realidad del racismo, querer la igualdad de oportunidades y la república democrática para el bien de todos y pelear por la independencia nacional para conseguir la libertad y la justicia, juntas.
Se pueden encontrar las huellas de esa tarea ciclópea suya, tan llena de maravillas y angustias, de hiel y de alegrías, en los miles de páginas que escribió. Como clava a la idea de anexión en el angustiado poema “Al extranjero”, o el orgullo inflamado con que cuenta los episodios de la gesta del 68; la hondura tan convincente al exponer los materiales muy diferentes y hasta opuestos con que habrá que hacer la revolución y la república –por ejemplo, en su discurso del 10 de octubre de 1891--, y la terca convicción por sobre todo: “los locos, somos cuerdos”; la correspondencia incansable, seductora o conceptuosa, ese prodigio de ciencia política que es su artículo “El lenguaje reciente de ciertos autonomistas”, la felicidad de irse por fin a la revolución en sus escritos de 1895. Con la madre se toma algunas libertades, entre tanta actividad cívica. Un año antes de su muerte le escribe: “...sigo mi labor, más pura, madre mía, que un niño recién nacido, limpia como una estrella, sin una mancha de ambición, de intriga o de odio (…) Mi porvenir es como la luz del carbón blanco, que se quema él, para iluminar alrededor. Siento que jamás se acabarán mis luchas (…) Sólo los infelices que llegan pocas veces al poder y suelen llegar con demasiada ira, tendrán paces conmigo”.
Pudo gozar de un primer triunfo: desatar la guerra revolucionaria que iba a crear la nación y a los cubanos. Él conocía la trascendencia de aquel hecho. Al desembarcar en Oriente el 11 de abril, con Máximo Gómez, escribe en su cuaderno: “Dicha grande”. Viene a enfrentar tareas inmensas y difíciles: afirmar, organizar y extender la guerra; definir las líneas fundamentales del poder y la política de la revolución, y dejar constituida la República en Armas; ejercer la conducción política del proceso –aunque él duda que le sea posible, al menos por un tiempo--; y correr la suerte de los combatientes. En el campo de Oriente, Martí goza al conocer las personas, el paisaje y los nombres de las cosas de su tierra natal, los relatos, los hombres y los lugares de la Guerra Grande. Y goza al ver a tanta gente de Cuba que sólo había imaginado --con su mar de virtudes y defectos--, metidos en la revolución verdadera.
Sin descanso, Martí se sumerge entre los jefes y los soldados, hace política diaria y sostiene con Maceo y Gómez la entrevista de La Mejorana, pinta hechos y caracteres en su Diario, divulga la revolución hacia el exterior, firma una dura orden de guerra, vive la cotidianidad de la guerra irregular. Y todavía le da tiempo a admirar la belleza de una joven señora andaluza, y –allí donde tantos miles sólo verían amaneceres y acciones por librar-- es capaz de ver una estrella, y una paloma.
Conoce ahora también a la muerte palpable, no sólo al estado o el tránsito que han estado tan presentes en sus escritos y sentimientos. Dos Ríos pudo haber sido solamente su primer combate, un encuentro sin demasiada importancia. Hoy sabemos que iba hacia la muerte desde que llegó por Playitas, pero es únicamente por lo que sucedió. Por la patria, morir es gozar más. Martí multiplicó con su muerte el valor permanente de la obra de su vida, la promesa que la revolución le estaba haciendo a un pueblo nuevo y la trascendencia de su proyecto cubano y continental. Ellos siguen hoy con nosotros, y delante de nosotros, señalando un camino.
Fuente: CUBARTE
Correo
jueves, julio 19, 2007
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