COMIENDO AREPAS, SENTADOS EN LA ACERA,
CON TONY AGUILAR
Eligio Damas
Ya casi eran las doce de la noche. Pese que la luna era grande, como torta de casabe, no lograba alumbrar la plaza cumanesa y sus alrededores. Porque mi país era todo oscuro a cualquier hora. La dictadura de Pérez Jiménez, había secuestrado las luces y las voces.
Era una pequeña plaza, se llamaba entonces “19 de Abril”, lugar de reuniones de estudiantes; hoy lleva el nombre de Andrés Eloy Blanco, como homenaje al poeta de Giraluna, hijo de mi pueblo. Todas las bombillas estaban quemadas, lo que poco variaba la situación porque, aún encendidas, sus luces eran mortecinas. Por las noches, siempre había tristeza y languidez.
Todas las noches, como aquella, invariablemente las cubría el silencio. Los estudiantes que habitualmente allí acudíamos, hablábamos en susurro. Muy cerca de nosotros, los bancos más próximos, los ocupaban miembros de la policía política de inmensas orejas.
Uno a uno comenzaron a marcharse los muchachos y también los policías, por lo mismo, el cansancio. Además, en ese espacio, poco se hablaba de lo que le interesase a un soplón o por lo menos hacíamos lo imposible para que nada escuchase. Nos estábamos llenando de mudos y de sordos. Eso sí, nos habíamos vuelto expertos en la simulación y emuladores de Marcel Marceau.
Pocos después de las doce, quedé solo en la plaza. En una de las esquinas, la arepera permanecía abierta aquel sábado para atender a una habitual clientela de trasnochadores y borrachitos.
Yo había adquirido durante los dos últimos años, vividos en Caracas, la costumbre de dormir muy tarde. Al fin, más por fastidio que por hambre, como quien hace un ritual, me dirigí a la arepera, a comerme algo antes de retirarme a dormir.
Justo cuando llegué a las puertas del negocio, de dos vehículos bajaron varios hombres vestidos de charros. Había olvidado que en unos de los cines del pueblo, estaba actuando en vivo Antonio “Tony” Aguilar, “El Gallo Giro”, quien ya era una figura de gran popularidad en el continente. El cine mejicano y sus actores y actrices, gozaban en toda Venezuela de gran prestigio. Y en mi casi siempre taciturno pueblo, eran uno de los pocos motivos de entusiasmo y alegría.
Uno en exceso preocupado por el permanente acoso de la policía, metida en medio todo el tiempo; por la densa oscuridad que nos borraba la juventud y la alegría que a ésta debe acompañar, no recordamos que en el pueblo actuaba el famoso charro mejicano.
¡Qué hubo chaval! Me saludo el cantante ranchero que acaba de morir. Le reconocí de inmediato por haberlo visto varias veces en el cine. Respondí a su saludo con una pregunta innecesaria, ¿usted es Tony Aguilar? “El mismo cuate”, me respondió y de inmediato me invitó le acompañase a comer, sin antes pedirme recomendaciones. Pidió para los dos y me solicitó que hablásemos. Quería saber de mi país y de lo que aquí pasaba por la palabra de un joven a quien desde un principio identificó como estudiante.
Nos sentamos en la acera a las puertas de la arepera. Me hizo hablar del gobierno, de la actitud y las condiciones de vida del pueblo. Le hablé de la represión y la persecución política contra los venezolanos. De la ausencia casi absoluta de derechos civiles y políticos y de la postración de la economía nacional que nos hacia ver como un pueblo de fantasmas que deambulaban sin rumbo ni concierto; de cómo el ingreso nacional casi todo se invertía en el centro del país, mientras a poblaciones como ésta solo migajas llegaban. Se distrajo un instante y pidió para ambos un nuevo servicio.
Cuando reiniciamos la conversación, preguntó por mí. “Soy, le dije, uno de los tantos fantasmas que van de aquí para allá dando tropezones, sin brújula ni idea a dónde carajo dirigirse; uno de los miles de jóvenes provincianos con un titulo de bachiller inservible. Las universidades que en Venezuela hay, muy lejos de nosotros están. Hay unas pocas y para entrar a ellas se pagan matriculas cuya expresión en dinero, resultan cifras imposibles para uno”.
Y hablamos de otras muchas cosas. Entendí que el “ranchero”, pendenciero y dicharachero del cine era un hombre de gran sensibilidad. Al final, antes de despedirnos, pues ya era demasiado tarde, extrajo de su cartera una tarjera personal. En ella escribió mi nombre y estampó su firma. Me la entregó y me dijo en tono generoso y amigable, “vete a Méjico, llèvate esta tarjeta y bùscame. Estoy seguro que allá podrás estudiar”.
No fui ni nunca he ido a Méjico, pero no he olvidado aquel bello momento que pasé con el “Gallo Giro”, ni su hermoso gesto. Lamentablemente por lo agitado de mi vida juvenil con otras tantas cosas perdí su tarjeta.
Cuando ha muerto Tony Aguilar y a esta altura de mi vida, he querido hacer público, a modo de humilde homenaje, esta vivencia linda, con el Mauricio Rosales “El Rayo”, el legendario jinete vengador y justiciero de la ingenua e imaginativa vida rural del pueblo mejicano.
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