Estalinismo y después
PRIMERA PARTE
En el 20º aniversario de 1989 los ideólogos, políticos y medios del mundo capitalista refuerzan en el imaginario popular que los acontecimientos significaron la “derrota final” del marxismo...
Peter Taaffe* | Socialism Today | Hoy a las 19:49 | 319 lecturas | 12 comentarios
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Cuando se desmanteló el muro de Berlín en 1989 y a su vez cayeron los regímenes estalinistas, el capitalismo se autoproclamó como vencedor. La caída del estalinismo fue utilizada para iniciar una ofensiva ideológica global contra el socialismo que además fue injustamente comparado con ese sistema dictatorial y burocrático, lo que ha llevado a sufrir por todo el mundo las brutales políticas neoliberales capitalistas. .
Como introducción a una edición especial de Socialism Today por el aniversario de estos hechos, Peter Taaffe evoca los increíbles acontecimientos de 1989 y sus consecuencias
En el vigésimo aniversario de 1989 los ideólogos, políticos y medios de comunicación del mundo capitalista desean reforzar en el imaginario popular que los acontecimientos de aquel tumultuoso año significaron sólo una cosa, la “derrota final” del marxismo, del comunismo y del propio socialismo, enterrados para siempre bajo los escombros del muro de Berlín. Aquello también significó la victoria final del capitalismo, con el “fin de la historia” de acuerdo a Francis Fukuyama, estableciéndose este sistema como el único modelo posible para organizar la producción y dirigir la sociedad.
Un paradigma económico, ignorándose incluso los ciclos capitalistas de “auge y caída”, que proporcionaba una escalinata de oro que nos llevaría hasta una existencia de continuo crecimiento humano, justo y civilizado. La crisis económica de la primera parte de esta década, acompañada por las guerras de Irak y Afganistán, dio al traste con este pronóstico.
La actual y devastadora “gran recesión” lo ha desacreditado absolutamente. Es más, fue el marxismo, los miembros y seguidores del Partido Socialista y esta publicación, los que predijeron este hecho. Pero todavía se supone que estamos marginados, destinados a no volver a ejercer nunca una influencia.
Los resultados de los trascendentales acontecimientos de 1989 fueron realmente una “revolución”, pero una contrarrevolución social, que terminó con la liquidación final de lo que quedaba de las economías planificadas de Rusia y Europa del Este. Pero este movimiento, que se extendió de un país a otro, no comenzó con este objetivo, especialmente en lo que respecta a las masas. Los capitalistas, a través de sus representantes como la primer ministro británico Margaret Thatcher o el presidente francés François Miterrand, ni esperaron ni dieron la bienvenida, en un principio, a los movimientos de masas que acompañaron la caída de los regímenes estalinistas.
El cruel órgano del capital financiero norteamericano, el Wall Street Journal, comentando la competición entre el capitalismo y los regímenes comunistas de Europa del Este, declaró simplemente a comienzos de la década de 1990: “Ganamos”. Un no menos exultante Independent (8 de enero de 1990) hablaba de que “con seguridad, como sistema, el capitalismo es el ganador”.
La impresión dada desde aquel momento es que los adivinos del olíimpo del capitalismo predijeron los acontecimientos de 1989. El Financial Times, el mvocero de los capitalistas tanto antes como ahora, escribía: “Alemania del Este no tiene todavía un movimiento de masas en el horizonte, los líderes de Checoslovaquia no pueden cuestionar que la fuente de su legitimidad es la invasión soviética de 1968, Hungría se enfrenta a algunos disidentes pero todavía el proletariado no ha despertado. Bulgaria introducirá reformas al estilo soviético sin el caos del estilo soviético o de una “democracia novata”, Rumania y Albania están cogidos con pinzas de hierro”.
Esto lo escribió John Lloyd, antiguo colaborador del New Statesman (N. del T. El New Statesman es una revista política inglesa fundada en 1913, con posiciones de centro-izquierda), no 30 años antes sino el 14 de octubre de 1989, menos de un mes antes de la caída del Muro de Berlín.
Comprender el estalinismo
Tratando de mitigar esta caída en “perspectiva”, el difunto Hugo Young escribió en el diario The Guardian (29 diciembre de 1989) que “ni un sólo vidente preveía” los históricos acontecimientos de aquel año. Esto no es cierto. Fue precisamente el teórico marxista León Trotsky, con sus métodos antediluvianos quién más de medio siglo antes había predicho la inevitable revuelta de la clase trabajadora contra el estalinismo (en aquel momento confinado a la Unión Soviética).
Predijo un movimiento de masas que derrotaría a los usurpadores burócratas que controlaban el estado y una revolución política para establecer una democracia obrera. Pero también escribió en la década de 1930 en su monumental obra La revolución traicionada, que una parte de la burocracia podría promover una vuelta al capitalismo.
Esta idea no se la sacó Trotsky de la chistera sino que estaba basada en meticulosos análisis de las contradicciones del desgobierno estalinista y de las fuerzas que este sistema haría inevitablemente aparecer. Karl Marx señaló que la clave de la historia era el desarrollo de las fuerzas productivas: ciencia, técnica y organización del trabajo. También dijo que ningún sistema desaparece sin agotar todas las posibilidades latentes existentes dentro de él.
El capitalismo, un sistema económico basado en la producción por el beneficio antes que por las necesidades sociales, con el trabajo no remunerado de la clase trabajadora como su razón de ser, se enfrenta a un ciclo de “auge y caída” que incluso Gordon Brown se ha visto obligado ahora a reconocer. Pero como Trotsky analizó, el estalinismo, que ejercía un completo dominio burocrático, se convertiría en cierto momento (aunque por distintas razones que el capitalismo) en un grillete para un superior desarrollo económico de la sociedad.
En el periodo que llega hasta finales de la década de 1970, y a pesar de las monstruosidades de Stalin y del régimen que presidía (las purgas, el trabajo esclavo en los gulags), la industria y la sociedad pudieron desarrollarse. En esa etapa, a pesar de los colosales gastos generales derivados del desgobierno burocrático, el estalinismo tuvo un papel relativamente progresista.
Existieron algunas analogías con el capitalismo y su auge durante el siglo XIX y hasta 1914, cuando se convirtió en una barrera para un mayor progreso, y que fue cuando se tradujo en los horrores de la Primera Guerra Mundial. Enfrentado con el estancamiento, regresión e incluso desintegración (que es lo que ocurrió en los estados estalinistas, especialmente en Rusia desde finales de la década de 1970), los países daban bandazos de un expediente a otro. Se movieron de la centralización a la descentralización y de nuevo se recentralizaron en intentos vanos de escapar del callejón sin salida burocrático.
Los métodos de la burocracia y del autoritarismo pudieron ser en algún sentido útiles en la etapa en que el objetivo de Rusia era tomar prestado las técnicas industriales de Occidente, desarrollar una infraestructura industrial, etcétera, y cuando el nivel cultural de las masas de la clase trabajadora y el campesinado era todavía bajo. Pero en la década de 1970, Rusia se había industrializado enormemente y era, incluso aunque algunas de las exclamaciones fueron exageradas, un rival industrial de EE.UU. Durante una época se produjeron más científicos y técnicos que EE.UU.
Pero la creación de una fuerza de trabajo culturalmente avanzada, altamente educada en algunos sentidos, llevó a que los gobernantes chocaran con las necesidades de la industria y de la sociedad. Los precios de millones de productos básicos, por ejemplo, fueron establecidos en los ministerios centrales en Moscú convirtiendo cada vez más en un impedimento al régimen. El descontento de las masas creció y se reflejó no sólo en los intentos de la revolución política en Hungría en 1956, Polonia, Checoslovaquia en 1968, etcétera, sino también en Rusia. Las huelgas en 1962 en Novocherkassk, por ejemplo, mostraban el peligro que amenazaba el continuo gobierno de la burocracia.
Levantar la tapa
Fue en este contexto que Mijail Gorbachov llegó al poder en la Unión Soviética, representando al ala más liberal de la burocracia, prometiendo una apertura a través de la perestroika (reestructuración de la política y de la economía) y la glasnost (apertura). A causa de los subsiguientes acontecimientos históricos, Gorbachov se ha convertido en la figura que preside la vuelta al capitalismo de Rusia y la liquidación de la antigua URSS.
Sin embargo todo este proceso no comenzó con ese propósito. Como todas las elites dirigentes, siguiendo la tradición de los antiguos gobernantes burócratas desde Stalin en adelante y sintiendo desde abajo el descontento de las masas, Gorbachov trató desesperadamente de introducir reformas para evitar la revolución. Pero levantar la tapa de la olla a presión produce inevitablemente como resultado la revuelta de masas que se esta tratando de evitar.
En sus comentarios sobre 1989, los representantes capitalistas no dudan en utilizar la palabra “revolución” como ha sido siempre su costumbre. Esto contrasta con su descripción, repetida hasta la nausea, particularmente en la reciente biografía de Trotsky de Robert Service, de que la Revolución rusa de octubre fue un golpe de estado.
Describir 1989 como una revolución sólo es parcialmente correcto. Existieron elementos de los comienzos de una revolución (más exactamente elementos de una revolución política) en Alemania del Este, Rumania, Checoslovaquia, China con los acontecimientos de la Plaza de Tiananmen e incluso la propia Rusia, aunque los movimientos de masas no alcanzaron las mismas proporciones. En todos esos países hubo una expresión inequívoca, al comienzo, que pedía la reforma democrática dentro del sistema, lo que implica aceptar la continuación de la economía planificada. Este movimiento se extendió velozmente, como un fuego en la llanura, de un país a otro. Un póster de aquella época en Praga reza: “Polonia, 10 años. Hungría, 10 meses. Alemania del Este, 10 semanas. Checoslovaquia, 10 días. Rumania, 10 horas.”
Por otra parte, los métodos usados para hacer desaparecer los regímenes estalinistas fueron las manifestaciones masivas y las huelgas generales. No fueron los habituales métodos contrarrevolucionarios de la burguesía, sino peticiones que apuntaban al recorte o desaparición de los privilegios de la burocracia. En uno de los muchos artículos en Militant (el predecesor de The Socialist) anterior a la caída del régimen estalinista en Alemania del Este, la petición de democracia era evidente.
El 24 de octubre informábamos: “Miles de jóvenes protestaban por las calles y fueron bloqueados por columnas de policías armados. Los jóvenes marcharon hacia ellos y comenzaron a cantar: “Sois la policía del pueblo. Nosotros somos la gente. ¿A quiénes estáis protegiendo?”. Cantaron la Internacional y comenzaron con una canción de las luchas contra los fascistas llamada The Workers´ United Front (Frente Unido de los Trabajadores). Sus palabras tuvieron un particular efecto en la policía: “Pertenecéis también al frente unido de los trabajadores porque también sois trabajadores”. La policía simplemente se quedó quieta y se hicieron a un lado cuando los jóvenes continuaron su marcha.
En los bares, los soldados discutían abiertamente con los trabajadores y jóvenes. Un grupo discutía sobre la posibilidad de que ordenaran al regimiento disparar sobre los manifestantes. Un recluta intervino: “Pueden ordenarlo, pero nunca dispararemos a la gente. Si nos lo ordenan, nos giraremos hacia los oficiales.”
En Rusia también aparecieron pósteres: “No gente para el socialismo, sino socialismo para la gente. Fuera los privilegios de los políticos y de los burócratas, los sirvientes del pueblo deben hacer también las colas”. En ese momento, una encuesta en Rusia mostraba que sólo un 3% votaría por una formación capitalista en unas elecciones con variedad de partidos. Los representantes más destacados del capitalismo temían que las demandas de una revolución política sirvieran de precedente para el ambiente procapitalista que existía en ciertos estratos.
Un millón, quizá dos millones de trabajadores, estuvieron en las calles de Beijing frente al medio millón que saludaba a Gorbachov en mayo. Después de la sangrienta supresión de Tiananmen, el antiguo primer ministro tory británico, Edward Heath, apareció en televisión junto a Henry Kissinger, la conocida mano derecha del presidente Nixon durante los bombardeos de Vietnam y Camboya. Heath dijo: “Los estudiantes y trabajadores chinos no persiguen el tipo de democracia que nosotros defendemos...están cantando La Internacional”. Kissinger calificó de “desafortunado” que el movimiento de masas hubiera manchado el final de la carrera del líder chino Deng Xiao-Ping.
De cara a la galería, ambos se opusieron al derramamiento de sangre. Pero más importante para ellos fue mantener las relaciones y los negocios con la burocracia China. De forma repugnante, el miembro del parlamento del ala derecha de los laboristas Gerald Kaufman, famoso hace poco por haber “metido la mano” en su presupuesto de gastos como parlamentario, en aquel entonces portavoz de Asuntos Exteriores, declaró: “Uno puede entender que el gobierno chino quiera tomar el control de la plaza, aunque han ido un poco lejos para recuperarlo”.
Alarma en Occidente
Thatcher también expresó su alarma ante los acontecimientos en Europa del Este, especialmente por la posibilidad de la reunificación alemana tras la caída del Muro de Berlín. Documentos recientemente robados en Rusia y publicados en The Times en septiembre mencionan que Thatcher “dos meses antes de la caída del Muro... dijo al presidente Gorbachov que ni Inglaterra ni Europa Occidental querían la unificación de Alemania y dejó claro que quería que el líder soviético hiciese todo lo posible para pararla”.
También dijo: “No queremos una Alemania unida... esto llevaría a un cambio en las fronteras de después de la guerra y no lo podemos permitir, ya que este desarrollo podría minar la estabilidad de toda la situación internacional y hacer peligrar nuestra seguridad.”
Durante un encuentro con Gorbachov insistió en que no se grabase la conversación. Desafortunadamente para ella se tomaron notas de sus declaraciones. No le importaba lo que estaba ocurriendo en Polonia, en donde el Partido Comunista fue derrotado en la primera votación abierta en Europa del Este desde la toma de posesión estalinista, sólo le interesaban “algunos de los cambios en Europa del Este”. De forma increíble, especialmente tras las declaraciones belicosas sobre el Pacto de Varsovia del presidente estadounidense George Bush padre, quiso “permanecer en su lugar” y mostró “su profunda preocupación” por lo que estaba ocurriendo en Alemania del Este.
Mitterrand también estaba alarmado por la posibilidad de la reunificación alemana e incluso contempló la posibilidad de una alianza con Rusia para impedirlo. Estaba preparado para camuflar este hecho como “la unión de ejércitos para luchar contra los desastres naturales” y usarlo, de hecho, como una advertencia contra las masas de Alemania Oriental por ir tan lejos. Por una parte, la postura de Thatcher y Mitterrand expresaba el miedo a un capitalismo alemán reforzado, pero también a las repercusiones que estos acontecimientos podían provocar en un movimiento de masas descontrolado en Europa Occidental y en otras partes. Uno de los asesores, Jacques Attali, incluso dijo que “se iría a vivir a Marte si la unificación (alemana) se llevaba a cabo”. Thatcher escribió en sus memorias: “Si existe un ejemplo de política exterior que yo quisiera aplicar y que falló, fue mi política respecto a la reunificación alemana”.
Gorbachov y su séquito del Kremlin, halagados por las alabanzas en los círculos capitalistas occidentales, se estremecían ante el paso y los resultados de los acontecimientos en Europa Oriental. Inocentemente, Gorbachov creyó que tras ciertas concesiones, por ejemplo un rechazo a apoyar a los dinosaurios estalinistas de la Alemania Oriental (pensaba que Erich Honecker, inflexible autócrata de Alemania del Este, era un imbécil), las masas le estarían agradecidas y darían el asunto por finalizado. Gorbachov no tenía intención al principio de “liberalizar” el estalinismo. Ciertamente no había declarado intención de instalar el capitalismo. Pero como el resto de los regimenes estalinistas gobernantes, fue arrastrado por los acontecimientos. No fue sólo Honecker, Ceaucescu en Rumania, las bandas estalinistas en Bulgaria y en otras partes las que fueron derrocadas. Los movimientos de Europa del Este, en la periferia del estalinismo, se extendieron al corazón de Rusia. El resultado fue una vuelta al capitalismo en la Europa del Este y en la propia Rusia.
¿Era inevitable la restauración capitalista?
¿Era todo esto un resultado inevitable? No existe la inevitabilidad en historia si, cuando las condiciones para la revolución maduran, el “factor subjetivo” esta presente en forma de un liderazgo y de un partido realmente revolucionario. Esto se había perdido en todos los estados estalinistas, especialmente en la propia Rusia. Había una amplia repulsa del gobierno sin límites de la burocracia y peticiones para frenar los privilegios y la corrupción a gran escala. Había deseo, había una búsqueda por parte de las masas de un programa de democracia obrera en todos los países. Además, los acontecimientos ocurrieron en las calles, principalmente en las fábricas y en los centros de trabajo. Antes de esto, los marxistas esperaban y creían que era posible que tras una revuelta de masas, incluso si había un número limitado de cuadros marxistas, podría crearse un partido de masas.
Con el liderazgo oportuno, podrían asistir a las masas llevándolas a las tareas de la revolución política: manteniendo la economía planificada, pero renovándola en función de una democracia obrera. Había trabajo en la sombra, pero sin raíces o sin una presencia real en los estados estalinistas. Dada la apariencia de “estados fuertes” de carácter totalitario en el periodo hasta los acontecimientos de 1989, era problemático un verdadero trabajo de masas.
Este fue al menos el caso de Polonia, donde había habido tendencias claramente procapitalistas en la década de 1980, pero que emergieron con especial fuerza tras la caída del movimiento Solidaridad en 1980-81. En aquel momento los elementos de una revolución política existían incluso en el programa de Solidaridad, aunque bajo el liderazgo de Lech Walesa se estaba bajo la Iglesia católica. Ya existía al lado de estos elementos sentimientos procapitalistas.
El aplastamiento militar del movimiento Solidaridad en 1981 fue llevado a cabo no por el Partido Comunista polaco, cuya autoridad se había evaporado completamente en aquel entonces, sino por el régimen estalinista militar-bonapartista del general Jaruzelsky. Éste, aliado al auge económico del capitalismo en la década de 1980, destrozó la esperanza de la democracia obrera y el mantenimiento de una economía planificada.
El sentimiento de la masa miró a otras alternativas, especialmente al retorno al capitalismo, lo que quedó revelado durante las visitas de Thatcher y Bush a Polonia en 1988. Tuvieron un recibimiento masivo en las calles de Varsovia con la gente esperando, de forma inocente como finalmente se ha visto, grandes resultados que incrementasen los estándares de vida que el desacreditado modelo estalinista había desmoronado.
Este proceso no fue tan marcado en todas partes, de hecho no en Rusia. Allí, la esperanza de una revolución política no se había extinguido totalmente entre los marxistas rusos e internacionales, incluso ocurridos los acontecimientos de Polonia. Después de todo, la revuelta de los húngaros en 1956 estuvo acompañada de la creación de consejos obreros según el modelo de la Revolución rusa. Esto después de que las masas habían sido mantenidas en la oscura noche de 20 años de terror fascista de Horthy seguido de 10 años de terror estalinista. No hubo una intención predominante de vuelta al capitalismo en 1956.
Lo mismo ocurrió el mismo año en Polonia, en 1970 y en 1980-81. En 1968 en Checoslovaquia hubo fuerzas peleando por el retorno del capitalismo pero eran una minoría, con una mayoría aplastante de las masas buscando las ideas de una democracia obrera, resumidas en la frase del primer ministro Alexander Dubcek, “Socialismo con rostro humano”.
El aplastamiento de la Primavera checoslovaca en 1968, antes de que pudiera florecer en el verano de una revolución política, llevó a olvidar la perspectiva de la democracia obrera como una salida a la parálisis del moribundo estalinismo. Pero la historia no se para ahí. La agonía mortal del estalinismo en una década, combinada con los fuegos artificiales del aparente éxito económico del mundo capitalista en la década de 1980, generaron la ilusión de que el sistema más allá del muro, el capitalismo occidental, ofrecía un modelo mejor para el progreso que el embrutecedor sistema de Europa del Este y Rusia.
¿Por qué la resistencia fue tan limitada?
Uno de los hechos más asombrosos a los que se enfrentan los marxistas desde entonces es porqué hubo sólo una pequeña resistencia entre la población una vez que Rusia comenzó a caminar en dirección al capitalismo. Sin embargo la respuesta a esta adivinanza puede encontrarse en la historia del estalinismo, especialmente en las diferentes fases por las que atravesó. En particular, las purgas organizadas por Stalin en 1936-38 representaron un momento crucial.
Aniquilando a los últimos remanentes del partido bolchevique, destruyendo incluso a capituladores como Zinoviev y Kamenev, Stalin esperaba borrar la memoria de la clase trabajadora en la URSS. Hasta aquel momento unas cuantas generaciones estaban todavía conectadas con la Revolución rusa y sus conquistas, en la forma de nacionalización de las fuerzas productivas y un plan de producción.
Además había apoyo internacional generalizado entre las capas desarrolladas de la clase trabajadora por los avances y las principales conquistas de la Revolución rusa. Esto a pesar del hecho de que en Rusia ya en la década de 1930, como Trotsky señaló, había una extensa crítica al régimen burocrático presidido por Stalin. La llegada de la revolución española también tuvo un efecto electrizante en Rusia, tanto en las esperanzas generadas por el triunfo de la revolución mundial como por el emocionante recuerdo de lo que había ocurrido en Rusia dos décadas antes. Por eso Stalin condujo a “una guerra civil unilateral” para destruir los últimos vestigios del partido bolchevique.
Pero las purgas fueron mucho más allá que todo esto. Utilizó también la ocasión, difamando a Trotsky y a la Oposición de Izquierda Internacional como agentes de una contrarrevolución en Rusia inspirada en el extranjero, para extinguir todos los remanentes de la burocracia conectados a la memoria de la Revolución. No fueron sólo los opositores de la izquierda quienes fueron asesinados, sino cientos de miles de trabajadores y campesinos, incluyendo amplios sectores de la burocracia. A través de estos bárbaros métodos, Stalin había construido, de hecho, una máquina burocrática que no estaba en ningún sentido conectada con el heroico periodo de la Revolución de octubre. Gente como Nikita Khrushchev, Yuri Andropov y el resto que dominaría el estado durante las siguientes décadas no habían participado en la clandestinidad bolchevique o en la Revolución de octubre y eran, en este sentido, unos “sin historia” dentro de la rica experiencia revolucionaria rusa. Todos los elementos críticos dentro del la clase obrera también fueron eliminados en esta etapa.
A pesar de los monstruosos crímenes del estalinismo, incluyendo la ejecución del mejor comando militar del ejército rojo lo que facilitó la invasión de Hitler en 1941, las ventajas de la economía planificada eran todavía un plus. Además, la crisis atacaba al capitalismo con un gran desempleo que provenía de la gran depresión en la década de 1930. Como Trotsky señaló, había una oposición masiva al estalinismo pero la mano de la clase trabajadora, por una serie de factores, no se movió para derrocar al régimen.
No menor fue el miedo de que el movimiento contra Stalin y contra la burocracia abriera la puerta a la contrarrevolución capitalista. Al mismo tiempo, en términos generales y a pesar de la burocracia, la industria, la sociedad y los estándares de vida de las masas continuaron avanzando.
Sin embargo la muerte de Stalin llevó a las revelaciones de Khrushchev en el vigésimo Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética y el llamado “deshielo”. Khrushchev denunció a Stalin y algunos de sus crímenes, sin embargo, en realidad sólo se permitieron dosis “admisibles” de ciertas verdades. Incluso esas verdades a medias se mezclaron con mentiras y no tocaron los mitos estalinistas y sus falsificaciones. Khrushchev temía ir demasiado lejos y los líderes estalinistas rusos como Leonid Brezhnev, que derrocó a Khrushchev, reprimieron cualquier revelación real de los crímenes de Stalin y de las causas del estalinismo mismo. Más tarde, incluso aceptaron su rehabilitación parcial. Por eso, cuando el sistema comenzó a deshacerse no hubo en Rusia una alternativa marxista real, ya fuera una conciencia de masa desarrollada o fuerzas capaces de instalar un programa de democracia obrera.
Hubiera sido realmente posible desde la década de 1980 hasta el momento de la caída del estalinismo presentar una clara imagen de las razones de las purgas, las persecuciones, las causas del estalinismo y una alternativa a este sistema desacreditado, Pero, de forma irónica, las purgas y la máquina represiva habían diezmado cualquier “factor subjetivo” que pudiera haberse desarrollado y haber jugado un papel decisivo.
Sería un error, sin embargo, concluir que no había elementos en Rusia que buscaran un programa de democracia obrera, tal y como demuestra el artículo en estas páginas (página 17) de Rob Jones. Pero eran muy débiles para contener el impulso del capitalismo occidental, especialmente para una generación sin preparación atraída por la supuesta abundancia de los bienes de consumo que creían que estaban allí con sólo pedirlos.
viernes, noviembre 06, 2009
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