Entre el Amén y el Ave César
Por Constantino Carvallo Rey
Ya me he dado cuenta que en nuestro país el pensamiento es binario, digital, como el de las computadoras, radicalmente partido en dos. Si uno opina sobre un aspecto se asume que se está en contra del todo y que se es un enemigo. O que se tiene mala intención. Si se critican, por ejemplo, los crímenes de los militares entonces se deduce que uno está a favor del terrorismo; si se dice una palabra contra la pruebas a los maestros entonces debe ser que se está a favor del control de Patria Roja en el Sutep. No hay término medio. Vivimos una perversión del tercio excluido de Aristóteles. En este caso, por ejemplo, no defiendo el ateísmo ni tengo una opinión negativa de la religiosidad, mucho menos de la figura de Jesús - sobre todo de ese Jesús que, haciéndole caso a los deseos de su madre, convirtió el agua en vino para que siguiera el tonazo de Canaán-, pero como me parece fundamental retirar todo culto religioso de las escuelas la lógica simplona que nos domina deducirá que soy ateo, que me agrada la anomia, la falta de valores o que soy comunista o caviar o que me importa un pepino la patria o la familia y que predico la inmoralidad. Pero no es verdad.
En las últimas elecciones presidenciales fui elegido como suplente para la mesa en un colegio público de Barranco. Un colegio de mujeres, inmenso. Llegué temprano, en realidad a la hora señalada, y me encontré solo de modo que la señorita de la ONPE me indicó que tendría que ocupar el sitio del presidente y comenzar a firmar las actas. Preocupado di una vuelta por el aula y, como maestro, la curiosidad me llevó a leer el periódico mural y a mirar las láminas y cartulinas llenas de lemas y colgando de las paredes, con letras rococó y escarcha, los poemas, las fábulas y los dibujitos a plumón. Y luego intenté descifrar los temas aritméticos cuyas huellas quedaban en la pizarra. Todo era un poco patético para mi gusto, pero esa es otra historia. El asunto es que sobre la pizarra noté una cruz y no una colgada de algún clavito sino una de cemento que era parte inseparable de la estructura de la pared. Salí y revisé no menos de 5 aulas. Todas tenían sobre la pizarra el bendito crucifijo. Y bueno, me pareció mal que una escuela financiada con el dinero de todos los contribuyentes tuviera de manera privilegiada para la mirada de los alumnos el símbolo de una religión. Una, la que llegó con la conquista.
Además, existían algunos partidos políticos identificados con esa cruz de modo que, en mi nueva calidad de presidente, consideré que no debía estar allí y, después de muchas cavilaciones, se lo dije a la representante de la ONPE que me miró como a un loco en busca de un cincel, lo que quizá podía ser atinado, pero lo que me dijo acabó felizmente con un dilema que me iba a llevar hasta sabe dios dónde. “Señor, me dijo, cálmese, olvídese de la cruz, ya puede votar e irse, la mesa está completa, llegaron los titulares”. Uf, le agradecí emocionado.
Me ocurrió algo parecido cuando al ingresar al Consejo Nacional de Educación observé sobre un estante de la oficina de recepción una foto con el rostro sonriente y luminoso del papa Juan Pablo II, ya casi santo, junto a una banderita del Perú. Tampoco me pareció correcto y me sentí obligado a protestar. No a nombre mío, la verdad, sino de la idea misma de un Consejo que se quiere llamar Nacional, es decir, de todos: los ateos, los creyentes en el culto que fuere, los agnósticos, los que rechazan a la religión, los que detestan a la iglesia católica y a su papa, los indiferentes, los que viajan a Ganímedes, los que adoran a los cerros, los que hablan con los ángeles, los budistas, los que rinden homenajes a Satán, los brasileños que de madrugada en la TV invitan a parar de sufrir, los que, con su Biblia, llaman a la puerta de Marambio, los reencarnados, etc. A todos. Demoré unas semanas en decidirme a pedir que retiren la imagen del santo padre por temor a afectar a algunos o a parecer un hombre miserable y carente de piedad. Pero lo hice y para mi tranquilidad momentánea, aunque quizá para mi condena eterna a fuego lento, la sacaron inmediatamente y santo remedio.
Lo que no he hecho y me atormenta cada día, de modo que aprovecho la oportunidad en Ideele, es pronunciarme sobre el nuevo Diseño Curricular Nacional de Educación Básica Regular que ha elaborado el Ministerio y que está vigente y que tiene un área denominada Educación Religiosa y en su fundamentació n se dice que: “pretende dar a conocer a los niños y niñas de Perú, las principales verdades de la Fe cristiana; verdades que constituyen el núcleo de nuestra cultura y uno de los rasgos de nuestra identidad peruana”. ¿Verdades? ¿Identidad peruana? Ignoro como concilia el Ministerio esta prédica con uno de los objetivos transversales que el propio documento señala como fundamental: la interculturalidad. O como se condice el “espíritu crítico” que se señala como característica del nuevo currículum con sostener que en las escuelas públicas y con el dinero de todos los contribuyentes “es preciso despertar el sentimiento religioso en los educandos desde los primeros grados…” y que se ponga, por ejemplo, para el tercer grado como una competencia evaluable que el niño “opina con espontaneidad de la vida de Jesús y agradece a Dios por habérnoslo dado como amigo y salvador”. ¿Acaso puede ser tolerancia el permitir que el que no quiera recibir el curso que tramite su exoneración y que salga al patio como un apestado sin identidad?
Ha señalado Savater con claridad el quid de la cuestión: la religión en una sociedad democrática es un derecho. No cabe duda. Y hay que proteger ese derecho y sancionar a quienes atentan contra él. Pero no es un deber, es sólo un derecho, igual que ser hincha del Alianza Lima. El estado no tiene que ocuparse de transmitir religiosidad alguna. No le compete, porque no es un deber, como si lo es respetar la luz roja o no robar. La fe pertenece al ámbito de lo privado mientras que la acción del estado se refiere a aquello que es del dominio de la esfera de lo público, que son las condiciones que buscan el espacio común, aquello que nos une, que nos convierte en socios de una comunidad. Ni la religión, ni el sexo, ni las distintas formas de concebir la felicidad, pertenecen al ámbito del estado y no puede sostenerse que la identidad peruana depende de la fe cristiana o que las verdades de esa religión constituyen el núcleo de nuestra cultura.
Tampoco la moral de los ciudadanos se sostiene en la religión y no es cierto que de la educación religiosa dependa la ética de la nación. Por el contrario, si la moral se sostiene en la fe religiosa quienes no la profesan no encuentran sustento para la vida moral y en nombre de la fe se puede atentar contra los derechos de los ciudadanos, como por ejemplo se hace al atacar la homosexualidad o al querer prohibir la pastilla del día siguiente. La ética, como las leyes, es una construcción del diálogo racional y libre de los ciudadanos que han sustituido, para vivir en armonía, la paternidad autoritaria de cualquier divinidad por la fraternidad sostenida en la búsqueda del bien común. Marcel Gauchet ha mostrado que es el propio cristianismo una religión que separa el estado de la iglesia y que tiene en su seno la laicidad. Es la figura de Jesús expulsando a los mercaderes del templo (y viceversa) y señalando que hay que distinguir el mundo del César del de Dios.
De modo que, en la esfera pública que es la que compete al Ministerio de Educación, no somos habitantes de la Ciudad de Dios, entérense, sino de la del César o, para el caso, de la de Alan, que quizá no sea lo mismo que el César, pero da igual.
viernes, junio 22, 2007
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