jueves, agosto 02, 2007

LA HISTORIA ME ABSOLVERA - 3er PARTE

DR. FIDEL CASTRO RUZ
Continuación

La movilización final de hombres que vinieron a esta provincia desde los más remotos pueblos de toda la Isla, se llevó a cabo con admirable precisión y absoluto secreto. Es cierto igualmente que el ataque se realizó con magnífica coordinación. Comenzó simultáneamente a las 5:15 a.m., tanto en Bayamo como en Santiago de Cuba, y, uno a uno, con exactitud de minutos y segundos prevista de antemano, fueron cayendo los edificios que rodean el campamento. Sin embargo, en aras de la estricta verdad, aun cuando disminuya nuestro mérito, voy a revelar por primera vez también otro hecho que fue fatal: la mitad del grueso de nuestras fuerzas y la mejor armada, por un error lamentable se extravió a la entrada de la ciudad y nos faltó en el momento decisivo. Abel Santamaría, con veintiún hombres, había ocupado el Hospital Civil; iban también con él para atender a los heridos un médico y dos compañeras nuestras. Raúl Castro, con diez hombres, ocupó el Palacio de Justicia; y a mí me correspondió atacar el campamento con el resto, noventa y cinco hombres. Llegué con un primer grupo de cuarenta y cinco, precedido por una vanguardia de ocho que forzó la posta tres. Fue aquí precisamente donde se inició el combate, al encontrarse mi automóvil con una patrulla de recorrido exterior armada de ametralladoras. El grupo de reserva, que tenía casi todas las armas largas, pues las cortas iban a la vanguardia, tomó por una calle equivocada y se desvió por completo dentro de una ciudad que no conocían. Debo aclarar que no albergo la menor duda sobre el valor de esos hombres, que al verse extraviados sufrieron gran angustia y desesperación. Debido al tipo de acción que se estaba desarrollando y al idéntico color de los uniformes en ambas partes combatientes, no era fácil restablecer el contacto. Muchos de ellos, detenidos más tarde, recibieron la muerte con verdadero heroísmo.
Todo el mundo tenía instrucciones muy precisas de ser, ante todo, humanos en la lucha. Nunca un grupo de hombres armados fue más generoso con el adversario. Se hicieron desde los primeros momentos numerosos prisioneros, cerca de veinte en firme; y hubo un instante, al principio, en que tres hombres nuestros, de los que habían tomado la posta: Ramiro Valdés, José Suárez y Jesús Montané, lograron penetrar en una barraca y detuvieron durante un tipo a cerca de cincuenta soldados. Estos prisioneros declararon ante el tribunal, y todos sin excepción han reconocido que se les trató con absoluto respeto, sin tener que sufrir ni siquiera una palabra vejaminosa. Sobre este aspecto sí tengo que agradecerle algo, de corazón, al señor fiscal: que en el juicio donde se juzgó a mis compañeros, al hacer su informe, tuvo la justicia de reconocer como un hecho indudable el altísimo espíritu de caballerosidad que mantuvimos en la lucha.
La disciplina por parte del Ejército fue bastante mala. Vencieron en último término por el número, que les daba una superioridad de quince a uno, y por la protección que les brindaban las defensas de la fortaleza. Nuestros hombres tiraban mucho mejor y ellos mismos lo reconocieron. El valor humano fue igualmente alto de parte y parte.
Considerando las causas del fracaso táctico, aparte del lamentable error mencionado, estimo que fue una falta nuestra dividir la unidad de comandos que habíamos entrenado cuidadosamente. De nuestros mejores hombres y más audaces jefes, había veintisiete en Bayamo, veintiuno en el Hospital Civil y diez en el Palacio de Justicia; de haber hecho otra distribución, el resultado pudo haber sido distinto. El choque con la patrulla (totalmente casual, pues veinte segundos antes o veinte segundos después no habría estado en ese punto) dio tiempo a que se movilizara el campamento, que de otro modo habría caído en nuestras manos sin disparar un tiro, pues ya la posta estaba en nuestro poder. Por otra parte, salvo los fusiles calibre 22 que estaban bien provistos, el parque de nuestro lado era escasísimo. De haber tenido nosotros granadas de mano, no hubieran podido resistir quince minutos.
Cuando me convencí de que todos los esfuerzos eran ya inútiles para tomar la fortaleza, comencé a retirar nuestros hombres en grupos de ocho y de diez. La retirada fue protegida por seis francotiradores que, al mando de Pedro Miret y de Fidel Labrador, le bloquearon heroicamente el paso al Ejército. Nuestras pérdidas en la lucha habían sido insignificantes; el noventa y cinco por ciento de nuestros muertos fueron producto de la crueldad y la inhumanidad cuando aquélla hubo cesado. El grupo del Hospital Civil no tuvo más que una baja; el resto fue copado al situarse las tropas frente a la única salida del edificio, y sólo depusieron las armas cuando no les quedaba una bala. Con ellos estaba Abel Santamaría, el más generoso, querido e intrépido de nuestros jóvenes, cuya gloriosa resistencia lo inmortaliza ante al historia de Cuba. Ya veremos la suerte que corrieron y cómo quiso escarmentar Batista la rebeldía y heroísmo de nuestra juventud.
Nuestros planes eran proseguir la lucha en las montañas caso de fracasar el ataque al regimiento. Pude reunir otra vez, en Siboney, la tercera parte de nuestras fuerzas; pero ya muchos estaban desalentados. Unos veinte decidieron presentarse; ya veremos también lo que ocurrió con ellos. El resto, dieciocho hombres, con las armas y el parque que quedaban, me siguieron a las montañas. El terreno era totalmente desconocido para nosotros. Durante una semana ocupamos la parte alta de la cordillera de la Gran Piedra y el Ejército ocupó la base. Ni nosotros podíamos bajar ni ellos se decidieron a subir. No fueron, pues, las armas; fueron el hambre y la sed quienes vencieron la última resistencia. Tuve que ir disminuyendo los hombres en pequeños grupos; algunos consiguieron filtrarse entre las líneas del Ejército, otros fueron presentados por monseñor Pérez Serantes. Cuando sólo quedaban conmigo dos compañeros: José Suárez y Oscar Alcalde, totalmente extenuados los tres, al amanecer del sábado 1º de agosto, una fuerza del mando del teniente Sarría nos sorprendió durmiendo. Ya la matanza de prisioneros había cesado por la tremenda reacción que provocó en la ciudadanía, y este oficial, hombre de honor, impidió que algunos matones nos asesinasen en el campo con las manos atadas.
No necesito desmentir aquí las estúpidas sandeces que, para mancillar mi nombre, inventaron los Ugalde Carrillo y su comparsa, creyendo encubrir su cobardía, su incapacidad y sus crímenes. Los hechos están sobradamente claros.
Mi propósito no es entretener al tribunal con narraciones épicas. Todo cuanto he dicho es necesario para la comprensión más exacta de lo que diré después.
Quiero hacer constar dos cosas importantes para que se juzgue serenamente nuestra actitud. Primero: pudimos haber facilitado la toma del regimiento deteniendo simplemente a todos los altos oficiales en sus residencias, posibilidad que fue rechazada, por la consideración muy humana de evitar escenas de tragedia y de lucha en las casas de las familias. Segundo: se acordó no tomar ninguna estación de radio hasta tanto no se tuviese asegurado el campamento. Esta actitud nuestra, pocas veces vista por su gallardía y grandeza, le ahorró a la ciudadanía un río de sangre. Yo pude haber ocupado, con sólo diez hombres, una estación de radio y haber lanzado al pueblo a la lucha. De su ánimo no era posible dudar: tenía el último discurso de Eduardo Chibás en la CMQ, grabado con sus propias palabras, poemas patrióticos e himnos de guerra capaces de estremecer al más indiferente, con mayor razón cuando se está escuchando el fragor del combate, y no quise hacer uso de ellos, a pesar de lo desesperado de nuestra situación.
Se ha repetido con mucho énfasis por el gobierno que l pueblo no secundó el movimiento. Nunca había oído una afirmación tan ingenua y, al propio tiempo, tan llena de mala fe. Pretenden evidenciar con ello la sumisión y cobardía del pueblo; poco falta para que digan que respalda a la dictadura, y no saben cuánto ofenden con ello a los bravos orientales. Santiago de Cuba creyó que era una lucha entre soldados, y no tuvo conocimiento de lo que ocurría hasta muchas horas después. ¿Quién duda del valor, el civismo y el coraje sin límites del rebelde y patriótico pueblo de Santiago de Cuba? Si el Moncada hubiera caído en nuestras manos, ¡hasta las mujeres de Santiago de Cuba habrían empuñado las armas! ¡Muchos fusiles se los cargaron a los combatientes las enfermeras del Hospital Civil! Ellas también pelearon. Eso no lo olvidaremos jamás.
No fue nunca nuestra intención luchar con los soldados del regimiento, sino apoderarnos por sorpresa del control y de las armas, llamar al pueblo, reunir después a los militares e invitarlos a abandonar la odiosa bandera de la tiranía y abrazar la de la libertad, defender los grandes intereses de la nación y no los mezquinos intereses de un grupito; virar las armas y disparar contra los enemigos del pueblo, y no contra el pueblo, donde están sus hijos y sus padres; luchar junto a él, como hermanos que son, y no frente a él, como enemigos que quieren que sean; ir unidos en pos del único ideal hermosos y digno de ofrendarle la vida, que es la grandeza y felicidad de la patria. A los que dudan que muchos soldados se hubieran sumado a nosotros, yo les pregunto: ¿Qué cubano no ama la gloria? ¿Qué alma no se enciende en un amanecer de libertad?
El cuerpo de la Marina no combatió contra nosotros, y se hubiera sumado sin duda después. Se sabe que ese sector de las Fuerzas Armadas es el menos adicto a la tiranía y que existe entre sus miembros un índice muy elevado de conciencia cívica. Pero en cuanto al resto del Ejército nacional, ¿hubiera combatido contra el pueblo sublevado? Yo afirmo que no. El soldado es un hombre de carne y hueso, que piensa, que observa y que siente. Es susceptible a la influencia de las opiniones, creencias, simpatías y antipatías del pueblo. Si se le pregunta su opinión dirá que no puede decirla; pero eso no significa que carezca de opinión. Le afectan exactamente los mismos problemas que a los demás ciudadanos conciernen: subsistencia, alquiler, la educación de los hijos, el porvenir de éstos, etcétera. Cada familiar es un punto de contacto inevitable entre él y el pueblo y la situación presente y futura de la sociedad en que vive. Es necio pensar que porque un soldado reciba un sueldo del Estado, bastante módico, haya resuelto las preocupaciones vitales que le imponen sus necesidades, deberes y sentimientos como miembro de una familia y de una colectividad social.
Ha sido necesaria esta breve explicación porque es el fundamento de un hecho en que muy pocos han pensado hasta el presente: el soldado siente un profundo respeto por el sentimiento de la mayoría del pueblo. Durante el régimen de Machado, en la misma medida en que crecía la antipatía popular, decrecía visiblemente la fidelidad del Ejército, a extremos que un grupo de mujeres estuvo a punto de sublevar el campamento de Columbia. Pero más claramente prueba de esto un hecho reciente: mientras el régimen de Grau San Martín mantenía en el pueblo su máxima popularidad, proliferaron en el Ejército, alentadas por ex militares sin escrúpulos y civiles ambiciosos, infinidad de conspiraciones, y ninguna de ellas encontró eco en la masa de los militares.
El 10 de marzo tiene lugar en el momento en que había descendido hasta el mínimo el prestigio del gobierno civil, circunstancia que aprovecharon Batista y su camarilla. ¿Por qué no lo hicieron después del 1º de junio? Sencillamente porque si esperan que la mayoría de la nación expresase sus sentimientos en las urnas, ninguna conspiración hubiera encontrado eco en la tropa.
Puede hacerse, por tanto, una segunda afirmación: el Ejército jamás se ha sublevado contra un régimen de mayoría popular. Estas verdades son históricas, y si Batista se empeña en permanecer a toda costa en el poder contra la voluntad absolutamente mayoritaria de Cuba, su fin será más trágico que el de Gerardo Machado.
Puedo expresar mi concepto en lo que a las Fuerzas Armadas se refiere, porque hablé de ellas y las defendía cuando todos callaban, y no lo hice para conspirar ni por interés de ningún género, porque estábamos en plena normalidad constitucional, sino por meros sentimientos de humanidad y deber cívico. Era en aquel tiempo el periódico Alerta uno de los más leídos por la posición que mantenía entonces en la política nacional, y desde sus páginas realicé una memorable campaña contra el sistema de trabajos forzados a que estaban sometidos los soldados en las fincas privadas de los altos personajes civiles y militares, aportando datos, fotografías, películas y pruebas de todas clases con las que me presenté también ante los tribunales denunciando el hecho el día 3 de marzo de 1952. Muchas veces dije en esos escritos que era de elemental justicia aumentarles el sueldo a los hombres que prestaban sus servicios en las Fuerzas Armadas. Quiero saber de uno más que haya levantado su voz en aquella ocasión para protestar contra tal injusticia. No fue por cierto Batista y compañía, que vivía muy bien protegido en su finca de recreo con toda clase de garantías, mientras yo corría mil riesgos sin guardaespaldas ni armas.
Conforme lo defendí entonces, ahora, cuando todos callan otra vez, le digo que se dejó engañar miserablemente, y a la mancha, el engaño y la vergüenza del 10 de marzo, ha añadido la mancha y la vergüenza, mil veces más grande, de los crímenes espantosos e injustificables de Santiago de Cuba. Desde ese momento el uniforme del Ejército está horriblemente salpicado de sangre, y si en aquella ocasión dije ante el pueblo y denuncié ante los tribunales que había militares trabajando como esclavos en las fincas privadas, hoy amargamente digo que hay militares manchados hasta el pelo con la sangre de muchos jóvenes cubanos torturados y asesinados. Y digo también que si es para servir a la República, defender a la nación, respetar al pueblo y proteger al ciudadano, es justo que un soldado gane por lo menos cien pesos; pesos es para matar y asesinar, para oprimir al pueblo, traicionar la nación y defender los intereses de un grupito, no merece que la República se gaste ni un centavo en ejército, y el campamento de Columbia debe convertirse en una escuela e instalar allí, en vez de soldados, diez mil niños huérfanos.

Continuara

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