viernes, septiembre 28, 2007

Un Hijo Unico

Por Bibe Vázquez Robles

Papá me manda a pelar con “Monguito” Hernández, el fígaro que está al lado del café “La Diana” y frente al parque Villuendas.
- Tienes tres por ‘alante.- me informa el susodicho, al arribar yo a la barbería.
Para “hacer tiempo”, me encamino hacia el parque.
Allí está Alicia, la mujer más linda y hermosa que ha tenido Caunao, y al decir de muchos: “un cascabel” porque por todo se reía, empujando un cochecito de bebé. Desde que se casó, hace ya más de seis años, no la había vuelto a ver. Sí, es ella misma, pero ¿qué tiene? ¿por qué está sin pintura? (maquillaje) ¿por qué esa expresión de amargura, de tristeza?
En ese momento su faz se transforma y una capa ¿podríamos llamarla de regocijo? la cubre. Sigo la dirección de su vista, ella me dirige a una joven mujer que atraviesa la calle llevando fuertemente agarrado por un brazo a un niño de alrededor de los cuatro o cinco años, el cual pugna tenazmente por zafarse de la garra que lo mantiene aprisionado. Al llegar a la acera, lo logra, y se lanza en carrera hacia el interior del parque. Ahí va hacia el cantero de césped. Salta, pero ha medido mal y se va de boca. Se levanta rápidamente y observa sus manos sucias de tierra. Parece que va a llorar porque sus labios hacen una mueca, un puchero; sin embargo, la voz alarmada de su progenitora lo alerta y se dispara a corretear y a reírse de nuevo.
Alicia, al igual que casi todos los que nos encontramos cerca, estamos disfrutando de las “maldades” del pequeño diablillo; dijimos casi, porque no lejos, sentada en uno de los bancos de madera, cosiendo a dos agujas, una vieja -que no puede esconder la frustración de su soltería-, cada vez que el incansable le pasa a corta distancia, murmura entre dientes:
- ¡QUE MUCHACHO MAS MALCRIADO, DIOS MIO!
- ¡Oye, hijo mío, ven acá, no corras tanto, te vas a caer!- le grita, al tiempo que trata de alcanzarlo.
Más, es imposible: el “chamaco” es escurridizo y veloz
- ¡¡Te agarré!! ¡¡Ahora vas a saber!! ¡¡Te voy a enseñar a respetarme!!- y comienza la madre a propinarle una tunda de severas nalgadas.
- ¡¡¡No, no, no le pegue!!! ¡¡¡No le permito que le pegue al niño!!!
Alicia, cual si fuera un tigre hambriento, de un salto ha llegado al lado de la castigadora y le ha agarrado el brazo y se lo levanta con fuerza.
- ¡¡No le pegue más, por favor, por favor!!
- Y a usted ¿quién le ha dado velas en este entierro? ¿Por qué usted se mete en lo que no le importa? ¿usted no ha visto lo malcriado que es? ¡Qué bien se ve que usted no tiene un hijo como éste!
- ¡¡DIOS NUNCA QUISO DARME ESA DICHA!! y con dos brutales halones lleva a la sorprendida mujer hasta su cochecito,
- ¡¡COMPRUÈBELO POR USTED MISMA!!
- ¡AY!-¡AY! ¡¡PERDÒNEME, PERDÒNEME, SEÑORA, PERDÒNEME!!- no es un grito, es un alarido terrible lo que le ha brotando del alma.-Y tu también, hijo de mi corazón, ¡¡perdóname!! ¡¡perdóname!! ¡¡Ay, Dios mío, todopoderoso, perdóname, perdóname!!- al tiempo que estruja y besa con pasión al sorprendido infante
Alicia ha perdido el color. Su mirada es vidriosa,… perdida. Cántaros secos, áridos sus ojos. Mas, se mantiene serena, estática: -¡cual si fuera una efigie de carne y hueso!- aunque su agitada respiración y el leve temblequeo de su labio inferior demuestran lo contrario.
Despaciosamente, unos por aquí, otros por allá, nos acercamos al coche y dentro de él…
- ¡¡Madre Santa!! y ¿esto qué es?
Sí, en el fondo del carrito yace un bebé. Pero ¿es de verdad un bebé? Sí, sí, es un niñito de ¡sabrá Dios los meses o los años que tiene de nacido! Su delgadez es extrema. Ella es tanta, que la piel cetrina que cubre sus delgados huesecitos parece una fina y transparente telita de cebolla. Su caravèlica cabeza, que parece inmensa, se encuentra unida al resto del cuerpo por algo no más grueso que un dedo meñique. Sus abiertas manitas están viradas hacia adentro y sus piernitas totalmente secas. Todo lo anterior es señal inequívoca del paso por ese Ser de la implacable poliomielitis. En su boca se dibuja una mueca que no llega a concretarse en sonrisa; sus ojos… ¡Qué ojos! ¡Dios, mío! ¡“Aquello” clava sus pupilas en las nuestras! ¡Qué mirada tan profunda, tan llena de amor por la vida, tan triste! y a la vez emanando algo así como unas ¡gracias! por estar cerca de él, ¡por observarlo! ¡Nunca, nunca nos han mirado así!
En cada ocasión que recordamos lo acabado de narrar un estremecimiento de aflicción e impotencia nos recorre de pies a cabeza.
Angelito de Dios… ¡descansa en paz!

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